Una forma de amor, la libertad

La Primera Ola (II)

Durante aquellos primeros años de lo que se conoce como Primera Ola, el feminismo estuvo estrechamente vinculado a los movimientos abolicionistas. Ya sabemos que Olympe de Gouges fue una abolicionista acérrima, ideas que reflejó en sus obras como dramaturga y que representaría por teatros de toda Francia con la compañía que ella misma fundó. Medio siglo más tarde, Frederick Douglass participó también en ambas reivindicaciones, como no podía ser de otra manera. 

Douglass nació esclavo en el estado de Maryland, Estados Unidos, pero, tras haber tenido varios propietarios, consiguió escaparse a la edad de 20 años. Aunque aprender a leer estaba prohibido para los esclavos, una de sus amas quebrantó al ley y, desde que aprendió el alfabeto, él ya no pudo dejar de cultivarse. De hecho, llegó a convertirse en un gran orador y escritor, hasta el punto de estar considerado como uno de los grandes oradores de América. Escribió su autobiografía tres veces y sus escritos políticos son magnéticos, sobresalientes; también fue editor de dos periódicos. Douglass recorrió su país y otros países predicando en contra de la esclavitud. Según su excelente biógrafo, David W. Blight, “no puede haber mejor ejemplo de patriota americano que este esclavo que se convirtió en un profeta lírico de la libertades, los derechos naturales y la igualdad entre los seres humanos”; y hay quien lo considera “el mayor americano de todos los tiempos”. 

Por todos los derechos fundamentales

Frederick Douglass empezó su carrera pública veinte años antes de la Guerra Civil, cuando todavía era un esclavo fugitivo, y falleció, más que emancipado, treinta años después del conflicto. Es bastante probable que haya sido la figura pública más fotografiada y la que más espectadores haya tenido en su época; viajó tanto o más que Mark Twain; fue tan famoso como el propio Twain, Ulysses S. Grant o P. T. Barnum. Vivió para ver la emancipación de los esclavos, trabajó fervientemente a favor de los derechos de las mujeres -realmente pensaba que las mujeres eran iguales y que debían poseer todos los derechos fundamentales-, fue testigo de los triunfos y tragedias de la Reconstrucción y contribuyó a la expansión de América en la Gilded Age (la Edad Dorada la llaman, entre 1870-90, por su gran crecimiento demográfico, industrial y económico). Desgraciadamente, también vivió para ver el retroceso que trajeron las angustias y neuras de muchos blancos, manifestadas en linchamientos y las leyes Jim Crow a los avances que con tanto esfuerzo se habían conseguido. 

“Algunos hablan del problema negro. Pero no hay ningún problema negro. El único problema que hay es si los americanos tienen la suficiente honestidad, la suficiente lealtad, el honor suficiente y son los suficientemente patriotas como para estar a la altura de su Constitución”. Frederick Douglass, durante la Feria Columbina de Chicago, en 1893. 

La primera mujer de Douglass, Anna Murray, nació emancipada y trabajaba como lavandera cuando conoció a su futuro esposo, a quien ayudó a escapar hacia el norte, facilitándole un disfraz con ropas de marinero e incluso algo de dinero. Ella se reunió con él en Nueva York y ambos se instalaron en Massachussets, donde contrajeron matrimonio. Tuvieron 5 hijos. Anna contribuyó a mantener a la familia, trabajando como lavandera y como zapatera. Estuvieron casados durante 44 años, hasta la muerte de ella en 1882. En 1884, Douglass se casó con su segunda mujer, Helen Pitts, una feminista, blanca, cuyos padres no aceptaron la boda aunque se declaraban abolicionistas. Elisabeth Cady Stanton sí les felicitó. Pitts se había graduado en el Mount Holyoke College y trabajado como profesora; activa en el movimiento por los derechos de las mujeres, coeditó Alpha, una publicación feminista considerada radical para la época. Estuvo casada con Douglass durante once años y le ayudó a redactar su tercera autobiografía. Viajaron por Irlanda, Inglaterra, Francia, Italia, Egipto y Grecia. Douglass murió dos horas después de asistir a una reunión del Congreso Nacional de las Mujeres en Washington, donde fue ovacionado. Falleció en su casa de un infarto, acompañado por Helen.

Declaración de sentimientos de Seneca Falls

Elisabeth Cady Stanton presentó su Declaración de sentimientos en la primera convención de derechos de la mujer que tuvo lugar en Seneca Falls, Nueva York, en 1848. Ella había empezado siendo una abolicionista acérrima y cuando se especializó en los derechos de las mujeres estaba interesada en cuestiones que iban mucho más allá que el mero sufragio, tales como los derechos de propiedad, de ingresos, de custodia de los hijos, leyes de divorcio, e incluso control de la natalidad (su posición era contraria al aborto). 

La Convención de Seneca Falls fue organizada por Stanton y Lucrecia Mott y culminó con la publicación de la Declaración de sentimientos, basada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en la que denunciaban las restricciones políticas que afectaban a las mujeres: no podían votar ni ocupar cargos públicos ni participar en asociaciones políticas; no podían participar en la elaboración de las leyes que luego habían de acatar; en caso de divorcio, la custodia de los hijos se concedía automáticamente al padre; la educación superior estaba vetada a las mujeres; sus propiedades eran tasadas. Así como la Declaración de Independencia establecía la emancipación de la autoridad política de la corona inglesa del Rey Jorge, la de sentimientos pretendía la independencia de las mujeres de su marido o de sus padres, si estaban solteras.

“Consideramos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad […] la igualdad de los derechos humanos es consecuencia del hecho de que toda la raza humana es idéntica en cuanto a capacidad y responsabilidad”, proclamaba la Declaración de sentimientos. De los 300 asistentes, la firmaron unos 100, alrededor de 65 mujeres y 35 hombres. Por supuesto, Frederick Douglass, presente en la convención, la firmó comprometido.

Divide y vencerás, qué pena

Hacia 1832, el conocido periodista abolicionista William Lloyd Garrison organizó asociaciones antiesclavistas en las que fomentó la participación de las mujeres. Otros abolicionistas no estaban de acuerdo y se desvincularon de su causa, representada en la American Anti Slavery Society. Pero varias mujeres, como las hermanas Grimké o Abby Kelley, comenzaron a participar en las conferencias y a publicar escritos abolicionistas; el solo hecho de que hablaran en público, dirigiéndose a una audiencia, ya era feminista de por sí. En 1834, se fundó la Sociedad Reformista Femenina Neoyorkina para intentar mantener a las mujeres alejadas de la prostitución. En 1836, Ernestine Rose empezó a dar conferencias dirigidas a mujeres sobre gobernanza, incluida la emancipación de las mujeres. En 1837, se celebró en Nueva York el Primer Congreso Antiesclavista Femenino, organizado, entre otras, por Elisabeth Candy Stanton y Lucrecia Mott. Al parecer, habían sido excluidas de la Convención Internacional Antiesclavista por “tener una constitución física que no era apta para las reuniones públicas o de negocios” y tuvieron que permanecer ocultas detrás de una cortina durante la Convención sin poder intervenir ni votar. De ahí que se decidieran a discutir la condición social, civil y religiosa de las mujeres, y a reivindicar sus derechos, en la legendaria reunión en Seneca Falls donde, el primer día, intervinieron mujeres, pero el segundo día, también tomaron la palabra algunos hombres.

Deja que sean capitanas de barco

En 1839, Margaret Fuller, la persona mejor leída de Nueva Inglaterra, empezó a organizar sus famosas Conversaciones entre las mujeres de su localidad, con la intención de compensar la falta de educación femenina con discusiones y debates sobre arte, historia, naturaleza y literatura. Como núcleo de la conversación flotaban las grandes cuestiones que rondaban a las mujeres de la época: ¿para qué nacimos?, ¿para hacer qué? y ¿cómo lo podemos hacer? Por fin, Fuller había encontrado mujeres con quien poder hablar y discutir. Ella no había recibido la típica educación femenina sino que su padre, que llegó a ser congresista, le había ensañado a leer y había puesto a su disposición su biblioteca. A ella le apasionaba traducir y escribir. Ese mismo año de 1839, Ralph Waldo Emerson le ofreció el puesto de editora en The Dial, su periódico trascendentalista, donde ella trabajó durante dos años aunque nunca recibió el salario prometido. A través de la publicación conoció a muchas figuras del movimiento trascendentalista. En 1843 realizó una serie de viajes al medio oeste e interactuó con varias tribus nativas, entre ellas los Ottawa y los Chippewa; plasmó las experiencias y reflexiones sobre este viaje en Summer on the Lakes, tras realizar ciertas investigaciones en la biblioteca del Harvard College y convertirse en la primera mujer a quien se permitía usar la biblioteca. Luego, en 1845, publicó Mujeres en el siglo XIX, considerado el primer libro feminista que se publicó en los Estados Unidos. Se acababa de mudar a Nueva York y Horace Greeley, editor del New York Tribune la contrató como crítica literaria; su primera crónica se la dedicó a una colección de ensayos de Emerson. Le pagaban $500 por su trabajo. También hacía reseñas de conciertos, conferencias y exposiciones de arte, y escribía columnas políticas, sobre temas sociales, sobre la esclavitud o sobre los derechos de las mujeres. También publicó poesía. En 1846, fue enviada a Inglaterra e Italia por el periódico como su primera corresponsal femenina en el extranjero y, durante cuatro años, envió sus crónicas al periódico. Conoció al revolucionario italiano Giuseppe Mazzini y a uno de sus seguidores, Giovanne Angelo Ossoli, de quien se enamoró, aunque hay dudas de que contrajeran matrimonio; eso sí, tuvieron un hijo, Angelino. Se establecieron en Florencia y ayudaron a la revolución de Mazzini. Cuando la revolución fracasó tuvieron que huir a los Estados Unidos. Se embarcaron en un barco mercante que encalló a escasas millas de la costa y allí fallecieron Fuller, Ossoli y el pequeño Angelino.

Fuller creía en la educación femenina porque estaba convenida de que, una vez que se consiguiera la igualdad de derechos educativos, las mujeres podrían exigir las igualdad de derechos políticos. Quería que las mujeres eligieran el empleo que más les gustara en vez de conformarse con los típicos roles femeninos como la enseñanza. “Deja que sean capitanes de barco; no tengo dudas de que hay mujeres capaces de serlo”, decía, pero, paradójicamente, no le gustaban las poetas de su tiempo y dudaba que una mujer pudiera “producir una obra duradera de arte o literatura”. En cualquier caso, les advirtió a las mujeres que no dependieran de los maridos. De hecho, ella misma, desde1832, se comprometió a permanecer soltera. “No hay un hombre totalmente masculino ni femenino sino que ambos rasgos están presentes en cada individuo”. Dentro de una mujer convivían dos partes: la intelectual (a la que se refería como Minerva) y la lírica o feminidad (llamada musa). Admiraba la obra de Emmanuel Swedenborg, quien creía que hombres y mujeres compartían “un ministerio angelical” y la de Charles Fourier, quien situaba a la mujer “en plena igualdad con el hombre”. Quería reformar la sociedad en todos los niveles, incluidas las prisiones. En 1844 visitó Sing Sing para entrevistar a las prisioneras, muchas de las cuales eran prostitutas. También le preocupaban los vagabundos y desfavorecidos. Al conocer a los indios comprendió lo importante que era su herencia para el país. También estaba a favor de los derechos de los negros y la esclavitud le parecía “un cáncer”. Sugirió que aquellos que estaban interesados en la abolición de la esclavitud siguieran el mismo razonamiento cuando consideraran los derechos de las mujeres. Si ser etiquetada como trascendentalista “significa que tengo una mente activa que está ocupada frecuentemente con los grandes temas, espero que sea así”. Sin embargo, le parecía que Emerson se preocupaba demasiado por la mejora del individuo y no lo suficiente por la reforma social.

Elisabet Cady Stanton consideraban que Margaret Fuller había sido “precursora en la agitación por los derechos de las mujeres”.

 

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