En la edición de 2016 del Festival de Escritores de Brisbane, Australia, la escritora estadounidense Lionel Schriver dio un discurso que pretendía ser un soplo de aire fresco y, sin embargo, la inesperada repercusión que tuvo lo convirtió en un huracán. Schriver se atrevió a cuestionar nada menos que el concepto de apropiación cultural y las sacrosantas políticas de la identidad.
“Siento decepcionaros”, comenzó diciendo Schriver, “pero mis palabras no van a referirse a la ‘comunidad’ ni a la ‘pertenencia’. Los organizadores del Festival han invitado a una reconocida iconoclasta a hablar de asuntos tales, algo parecido a pretender que un gran tiburón blanco haga equilibrios con una pelota de playa sobre su nariz”.
La intención de Schriver era la siguiente: analizar las políticas de la identidad en relación a la ficción, tema espinoso en el mundo anglosajón donde los haya. Según Wikipedia, tales políticas hacen referencia a las alianzas exclusivas de un determinado grupo que comparte características, orígenes, creencias o culturas comunes. En el mundo académico se asumen como las actividades políticas y análisis teóricos que provienen de las experiencias injustas compartidas por determinados grupos marginados por su sexo, su religión, su origen étnico, su color, su nacionalidad, su ideología, etc.
Schriver quiso criticar vehementemente que las políticas de identidad “hayan invadido de tal manera la cultura y, en especial, la ficción literaria, hasta el extremo de que ya no va a ser siquiera posible plantearse escribir ficción”. Porque sólo se permite escribir un tipo de ficción “tan condicionada, estrecha, cogida con alfileres”, en definitiva, tan identitaria, que va a dejar de merecer la pena.
La fiesta del sombrero
Para ilustrar un ejemplo de lo lejos que ha llegado el asunto, la autora contó que, en una fiesta temática dedicada al tequila que organizaron un par de universitarios americanos de origen no mexicano, se ha de decir, se repartieron unos sombreritos mexicanos entre los asistentes para animar el cotarro; pero cuando las fotos de la fiesta circularon por las redes, los fiesteros fueron acusados de promover estereotipos étnicos y de carecer de una mínima empatía básica hacia los mexicanos, hasta el punto de que los representantes estudiantiles, suponemos que de origen no mexicano o del origen que fuese, hicieron una declaración solidaria y se disculparon con todos aquellos estudiantes, principalmente aquellos de origen mexicano, que se hubiesen sentido molestos u ofendidos por el, así llamado, incidente del sombrero. Les parecía a los citados representantes que la fiesta del tequila era el tipo de ocasión en la que los estudiantes de color, particularmente los latinos y, especialmente, los mexicanos, se sienten inseguros. En definitiva, los sombreros de atrezzo para la fiesta eran un ejemplo burdo, obvio y alarmante de apropiación cultural, racista para más señas.
“¿Qué tiene todo esto que ver con escribir ficción?”, se preguntaba retóricamente Schriver en su conferencia. Pues, sencillamente, “que no está permitido que alguien se ponga el sombrero de otro”. Y continuaba preguntándose retóricamente la iconoclasta:
Pero, ¿no es eso lo que hacen los escritores? ¿Caminar con los zapatos de otros, ponerse otros sombreros?
Le parecía que, últimamente, cualquier tradición, experiencia, traje o atuendo, manera de hacer las cosas o de decirlas que se asocie con una minoría o grupo en desventaja, está blindada. Aquellos que se identifican, valga la redundancia, con una identidad, ya sea étnica, nacional, racial, sexual, incluso una minusvalía, etcétera, son animados a ser posesivos con su experiencia y a ver los intentos de otros de participar en sus vidas y tradiciones, ya sea activamente o con la imaginación, como una forma de robo.
La ficción ficticia
Pero la cantidad de apropiaciones culturales que se dan en la historia de la literatura es interminable. Podría incluso afirmarse que toda la historia de la literatura de ficción es suplantación de identidades y apropiación cultural.
Susan Scafidi, profesora de Leyes en la Universidad de Fordham y autora de un artículo titulado ¿A quién le pertenece al cultura? Apropiación y autenticidad en la ley americana, define la apropiación cultural como tomar la propiedad intelectual, el conocimiento tradicional, la expresión cultural o los artefactos de otra cultura sin permiso. Esto puede incluir el uso no autorizado de una danza, música, lenguaje, folklore, cocina, medicina tradicional, símbolos religiosos, etc. Lo que le sorprende a Lionel Schriver de esta definición es lo de “sin permiso” y “no autorizado”. Y vuelve a preguntarse retóricamente si es que los escritores de ficción han de pedir permiso para utilizar un personaje de una etnia u orientación sexual distinta a la suya o para imitar el lenguaje de un grupo vernáculo al que no pertenecen. “¿Vamos a tener que poner un chiringuito en una esquina y recoger firmas de todo el que pase por ahí para poder recrear un personaje de tal y cual manera en determinado capítulo?”.
Sin embargo, aún tiene la esperanza de que el concepto de ‘apropiación cultural’ sea una moda pasajera: porque, que haya gente de orígenes y clases distintos, codo con codo, intercambiando ideas y experiencias es algo auto evidente y uno de los aspectos más productivos y fascinantes de la vida urbana moderna.
Los escritores se inventan la voz, los acentos, los giros, el vocabulario de otros. Los escritores ponen literalmente palabras en las bocas de otros, de gente distinta a sí mismos, de gente que ni siquiera existe.
Los escritores son apropiacionistas por excelencia. Se atreven a meterse en la cabeza de otros, proyectan sus sentimientos, sus ideas, les roban su alma. Son secuestradores profesionales. Son los chamarileros del arte, sí, todos los escritores de ficción… Su vocación tiene una naturaleza fisgona, voyeuristica, cleptomaníaca, pretenciosa.
En cuanto al asunto de la autenticidad, pues la ficción resulta ser inherentemente inauténtica. Porque es ficticia. Y esto no es un spoiler… La falsedad es la naturaleza del medio, que trata sobre personas que no existen y acontecimientos que no han ocurrido. El nombre del juego no es si tu novela le hace honor a la realidad; es sobre lo mucho que puedes irrealizarla, o sea, ficcionarla.
Por tomarse la identidad a la ligera
Creo que debió ser en este momento cuando Yasmin Abdel-Magied, presente en la conferencia, se enfureció tanto con el discurso de Schriver que se levantó y abandonó la sala. Al parecer, Abdel-Magied sólo se ha levantado y abandonado una sala de conferencias en una sola ocasión, en un solo discurso: el de Schriver. A los 20 minutos no pudo soportar más ese monólogo sobre el derecho a explotar las historias de otros, sólo porque son útiles para la historia del escritor por parecerle un “paquete envenenando, arrogante y condescendiente”. Así lo dejó escrito en un artículo en el periódico inglés The Guardian, una crítica feroz titulada Como Lionel Shriver se toma la identidad a la ligera, no me quedó más remedio que abandonar su conferencia.
Abdel-Magied se negó a legitimar con su presencia que la escritora se preguntara “¿qué les está permitido escribir a los autores de ficción teniendo en cuenta que nunca van a experimentar realmente las vivencias de otra persona?”, ni que la escritora afirmara que “la ficción es falsa por naturaleza”, ni, por supuesto, que su verdadero propósito fuera atacar los conceptos de apropiación cultural, de políticas de la identidad y de corrección política. “El derecho a explotar (sic) las historias de Otros, simplemente por ser útiles para la narración”, a Abdel-Magied le parece “abominable”. Veamos cuáles son sus motivos.
Según ella, si el mundo fuese igualitario, la discusión sería diferente. Pero no lo es; de hecho, todavía es una utopía que vaya a serlo alguna vez. De ahí que no le parezca bien que, por ejemplo, un hombre inglés blanco escriba la historia de una joven nigeriana negra, aunque sea convincente para sus lectores y venda millones de ejemplares, porque la verdadera joven nunca va a ser publicada ni se le harán reseñas, para empezar. Tampoco le parece bien que una mujer blanca heterosexual escriba la historia de una indígena queer (sic) porque nunca se ha publicado la propia historia de la indígena queer (sic); entonces, ¿cómo es posible que esa mujerzuela heterosexual se beneficie de una historia que no es suya mientras que los que sufren las condiciones o circunstancias de esa historia no tengan siquiera la oportunidad de escribir? Abdel-Magied afirma que cuando alguien privilegiado escribe sobre alguien en desventaja siempre filtrará su experiencia a través de unas lentes prejuiciosas que perpetúan dicha desventaja…
Conceptos antagónicos de identidad
Yasmin Abdel-Magied es una ingeniera y activista social que fue elegida Joven Australiana del Año en Queensland en 2015. Dice que se dedica a promover el empoderamiento de la juventud, de las mujeres y de aquellos que tienen orígenes lingüísticos y culturales diversos. Ella nació en Sudán pero sus padres se mudaron a Australia cuando sólo tenía meses, por lo que posee doble nacionalidad sudanesa y australiana. Cuando tenía 16 años fue fundadora de la ONG Juventud Sin Fronteras.
Opina que, por ejemplo, ella misma nunca podría hablar sobre la comunidad LGBTQI ni sobre los minusválidos ni sobre aquellos con diferencias neurológicas (sic), porque desea que sus propias voces y experiencias sean escuchadas y legitimadas. Y, efectivamente, un par de años después de la controversia con Schriver, publicó una novela titulada You must be Layla cuyo argumento gira en torno a una chica sudanesa que se esfuerza por integrarse en su nuevo colegio privado. Todos podemos intuir que se trata de una experiencia cercana, cuando no coincidente, a alguna que ella haya podido vivir o conocer. Aunque también podemos intuir que no comprende lo que es la ficción, algo totalmente distinto al testimonio autobiográfico o a una crónica periodística.
Por su parte, Lionel Schriver es la autora de un exitoso libro que ha sido llevado al cine. Se titula Tenemos que hablar de Kevin. La protagonista de la película es ni más ni menos que Tilda Swinton, una actriz y una persona que ha creado su propia identidad paralela, en mi opinión. La película trata de uno de esos adolescentes americanos que un día llevan a cabo una matanza en su instituto. No tenemos noticia de que esto sea algo cercano a la propia experiencia de Schriver, claro, ¡ni de Swinton!
Pero la autoproclamada iconoclasta también ha escrito un libro sobre un obeso mórbido y los problemas y el rechazo social que encuentra por ello. En este caso sí que escribió el libro a partir de su cercanía con el asunto, puesto que su hermano falleció debido a complicaciones derivadas de la obesidad mórbida que padecía. Y, aun así, la autora se encontró con que los obesos activistas rechazaban sistemáticamente su libro sin leerlo siquiera por no ser ella una representante de su supuesta identidad obesa, por no pertenecer al club. Lo cual le parece, confesó Schriver, “una decepción artística, política y comercial puesto que si en el mundo anglosajón solo puedes escribir para los delgados, lo tienes bastante crudo…”.
La iconoclasta insiste en que pertenecer a un grupo no tiene por qué ser identitario. Le parece que ser asiático no es identitario. Ser gay, tampoco. Ser sordo, ciego o ir en silla de ruedas, no es una identidad; tampoco lo es ser pobre… Le parece que
como personas, y como escritores también, hay que empujar más allá de las categorías limitadoras en las que nos han arrojado arbitrariamente por nacimiento.
“Si nos limitamos a las identidades de grupo de manera demasiado ortodoxa”, afirma Schriver, “simplemente caeremos en las jaulas en las que otros pretenden encarcelarnos. Nos encasillaremos a nosotros mismos. Limitaremos nuestra propia noción de quiénes somos y, al presentarnos como miembros de un grupo, como representantes de nuestro tipo, como embajadores de una amalgama, estaremos pidiendo ser invisibles como individuos, como personas”. Porque eso es exactamente lo que la pasa al hombre invisible, de Ralph Ellison.
Sin embargo, Yasmin Abdel-Magied asegura que la identidad es lo único que les queda a los grupos marginados tras el latrocinio colonial imperialista que les robó la tierra, la riqueza y la dignidad. “¿También se van a llevar la identidad ahora?”, se queja alarmada. Le parece que Schriver se toma a la ligera el hecho de que haya gente que se aferra a cualquier vestigio identitario (sic), y su ligereza supone un desprecio hacia la historia colonial que han sufrido los grupos marginados [que se aferran a cualquier vestigio identitario] y hacia el hecho de que aquellos que pertenecen a grupos marginados [que se aferran a cualquier vestigio identitario], incluso hoy en día, no pueden permitirse el lujo de definir [¿no se sentían aferrados, perdón, definidos, ya?] su propio lugar en un sistema que sigue siendo profundamente blanco, heterosexual y, casi siempre, patriarcal. Y a continuación compara la reivindicación que hace Schriver de que se renuncie a la identidad, lo que Ahmed interpreta como que se renuncie al derecho a la identidad, con el tipo de actitud de supremacía racial cuya implicación está muy clara: “No me importa lo que consideras importante o sagrado. Quiero hacer con ello lo que me dé la gana. Tu experiencia sólo es una herramienta que yo puedo usar porque tú eres menos humano que yo. Tú eres menos que humano…”. Así se sintió Yasmin Abdel-Magied en aquella sala del Festival de Escritores de Brisbane durante el discurso de Lionel Schriver. “Este fue el mensaje que yo recibí alto y claro”, escribió.
¿Por qué y para qué existen las políticas de identidad?
Creo que lo que ha de debatirse en primer lugar es: ¿de dónde emanan las políticas de la identidad?, ¿quién las define?, ¿quién las impone? Si nos remitimos a las definiciones de Wikipedia, parecería que son los propios grupos que comparten características, orígenes, condiciones, etc, los que establecen alianzas exclusivas o los que promueven actividades políticas y análisis teóricos que provienen de sus experiencias injustas compartidas. Nada más lejos de la realidad, sinceramente.
Las políticas de la identidad pertenecen a un sistema de poder en el que los grupos marginados no participan porque tal poder está basado principalmente en que no participen; del poder sólo participan unos pocos mientras el resto, que tampoco participa del sistema de poder pero que ocupa un escalón más alto que los marginados, siente que podría ser peor. Es un sacrilegio que los grupos marginados participen del sistema de poder porque alguien tiene que hacer el trabajo sucio mientras el resto siente que, aunque podría ser mejor, le va bien conformándose con hacer un trabajo que ya no es tan sucio, pero bueno, desde luego, no es como para tirar cohetes, pero podría ser peor. ¿No es genial? El sistema de poder es el p… amo. Ya ni siquiera necesita grilletes, latigazos y toda esa violencia explícita que tanto rechazo genera en los corazones de bien. Se ha inventado una violencia implícita que se incrusta de tal manera en el ser que parece propia; el grillete, el latigazo parecen pertenencias, nunca mejor dicho.
El sociólogo Dalton Conley define lo que he llamado el resto como “una no categoría en el sentido de categoría por defecto” en la que cae todo aquel que paga sus impuestos pero que no pertenece a un grupo marginado. En Estados Unidos sería la gente blanca o lo suficientemente blanca e incluso algunos asiáticos que pagan impuestos porque bien saben que podría ser peor. Tanto estos como los que participan de lleno del sistema de poder, y que pagan muchísimos menos impuestos que los demás, por cierto, se definen por lo que hacen, lo que tienen, lo que consiguen, lo que expresan, no por lo que son. Entre ellos, ¿a qué te dedicas? es todavía más importante que ¿cómo estás? Los grupos marginados se definen directamente por lo que son o por lo que parecen. Y ya. Su existencia debe girar en torno a un origen, un color o condición o circunstancia que no eligieron pero que les identifica, a la que pertenecen, que les es propia, lo único que les queda…
Es evidente que las políticas de la identidad no emanan de una alianza entre marginados sino que su finalidad es precisamente marginar, discriminar, reducir, dividir y vencer a los marginados. Ellos no están agrupados como aliados ni como activistas políticos ni como analistas teóricos, sino por haber sido identificados, o sea, por tener una identidad, lo que básicamente significa pertenecer a la categoría incorrecta y ser unos desgraciados por haber nacido como son. De ahí que sea inconcebible que alguien a quien se le asigna una identidad en este asunto demencial de las políticas de la identidad, no sólo la acepte dócilmente sino que se la apropie y luche por defenderla, “en vez de intentar escapar de las jaulas en las que otros pretenden encarcelarnos”, decía Schriver al invitar a quien se define como “embajador de una amalgama” a dejar de ser invisible.
Hacer visible lo invisible
En su aclamada novela El hombre invisible, Ralph Ellison presenta a un protagonista que dice que es invisible porque es la manera que tiene de expresar que la sociedad no puede ver su singularidad como individuo debido a que es negro, y ser negro, en tal sociedad, es lo que le define; no es lo que le define como persona desde su punto de vista subjetivo, desde luego, sino que es una política de la identidad que le cae impuesta como una losa desde la sociedad; por supuesto, en ningún caso se apropiaría de la losa. Ellison escribió su novela a finales de los años 40, cuando las leyes de segregación racial dominaban la jurisprudencia y la vida cotidiana en muchos estados de los Estados Unidos. El libro ganó un National Book Award en 1953 por dos motivos: porque es una obra maestra y porque a quien ha sido identificado con una identidad determinada le está permitido hablar de lo difícil y sacrificado y horrible que es ser identificado con esa identidad. Puedes leer un texto al respecto de este bucle sistémico aquí.
“Leer y escribir ficción tiene una parte introspectiva, de mirar hacia dentro, de auto examinarnos, reflejarnos”, decía Schriver; “pero también nace de la desesperación por escapar libres de la claustrofobia de nuestra propia experiencia. El espíritu de la buena ficción es el de la exploración, la generosidad, la curiosidad, la audacia, y la compasión. Escribir durante el día y leer antes de dormir me llena de alivio al poder escapar de mi propia cabeza. Aunque las novelas y los relatos sólo sean una ilusión, la ficción ayuda a derrumbar las barreras exasperantes que hay entre nosotros, y nos permiten experimentar la asombrosa realidad de otros.
No hay historias que nos pertenezcan más que otras porque en las historias no estamos hablando de nuestras experiencias o de nuestra vida, esto que no es un diario ni una confesión; tampoco puede haber fronteras que no podemos traspasar, fronteras identitarias, ya que ir más allá de su identidad y de su experiencia personal, o de las fronteras de lo conocido, es a lo que se dedican los escritores de ficción. Espero que los escritores de novela negra no tengan experiencia de haber cometido asesinatos… Lo último que necesitamos los autores de ficción son restricciones sobre lo que nos pertenece o no. Los escritores de ficción tenemos que preservar el derecho a llevar muchos sombreros, incluidos los sombreros mexicanos”.